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Diario YA


 

León XIII tiene un récord difícilmente superable de enciclicas

Si los católicos hubieron hecho caso a la Rerum Novarum, los obreros no se hubieran alejado de la Iglesia

Javier Paredes. Precisamente por el grandeza de la Rerum Novarum, hay quien piensa que León XIII sólo escribió esa encíclica; y eso no es así. Aunque no es muy conocido, León XIII tiene un récord difícilmente superable: León XIII es autor de un total de 85 encíclicas. Y hoy es el protagonista del día, porque el 10 de febrero de 1880 publicó la encíclica Arcanum divinae sapientiae, sobre la familia. Y esta encíclica, como el resto de los escritos de León XIII es ciertamente profética y por lo tanto muy actual.

 Si los católicos hubieron hecho más caso a la Rerum Novarum, a buen seguro que las masas obreras no se hubieran alejado de la Iglesia. Y, desgraciadamente, el mismo o menor caso, todavía, se ha hecho de esta encíclica y  del magisterio de sus sucesores en la cátedra de San Pedro sobre la familia. ¿Será necesario recordar que capitaneados por Íñigo Cavero fueron católicos una buena parte de los impulsores de la ley del divorcio de 1981 en España? O… ¿Ya se nos ha olvidado que la mayoría de los diputados católicos del PP, para asistir al divorcio de Álvarez Cascos y demostrarnos lo modernos que eran colocándose en primera fila, perdieron el trasportín en singular carrera, ganada con gran ventaja y no menor escándalo por el inefable Federico Trillo?

Y como se habla casi nada o nada de las nefastas consecuencias del divorcio, aunque sean un poco largos, merece la pena leer con detenimiento estos proféticos párrafos que León XIII escribió en la encíclica Arcanum divinae  sapientiae:

“Realmente, apenas cabe expresar el cúmulo de males que el divorcio lleva consigo. Debido a él, las alianzas conyugales pierden su estabilidad, se debilita la benevolencia mutua, se ofrecen peligrosos incentivos a la infidelidad, se malogra la asistencia y la educación de los hijos, se da pie a la disolución de la sociedad doméstica, se siembran las semillas de la discordia en las familias, se empequeñece y se deprime la dignidad de las mujeres, que corren el peligro de verse abandonadas así que hayan satisfecho la sensualidad de los maridos.

Y puesto que, para perder a las familias y destruir el poderío de los reinos, nada contribuye tanto como la corrupción de las costumbres, fácilmente se verá cuán enemigo es de la prosperidad de las familias y de las naciones el divorcio, que nace de la depravación moral de los pueblos, y, conforme atestigua la experiencia, abre las puertas y lleva a las más relajadas costumbres de la vida privada y pública.

Y se advertirá que son mucho más graves estos males si se considera que, una vez concedida la facultad de divorciarse, no habrá freno suficientemente poderoso para contenerla dentro de unos límites fijos o previamente establecidos. Muy grande es la fuerza del ejemplo, pero es mayor la de las pasiones: con estos incentivos tiene que suceder que el prurito de los divorcios, cundiendo más de día en día, invada los ánimos de muchos como una contagiosa enfermedad o como un torrente que se desborda  rotos los diques.

Todas estas cosas son ciertamente claras de suyo; pero con el renovado recuerdo de los hechos se harán más claras todavía. Tan pronto como la ley franqueó seguro camino al divorcio, aumentaron enormemente las disensiones, los odios y las separaciones, siguiéndose una tan espantosa relajación moral, que llegaron a arrepentirse hasta los propios defensores de tales separaciones; los cuales, de no haber buscado rápidamente el remedio en la ley contraria, era de temer que se precipitara en la ruina la propia sociedad civil.

Se dice que los antiguos romanos se horrorizaron ante los primeros casos de divorcio; tardó poco, sin embargo, en comenzar a embotarse en los espíritus el sentido de la honestidad, a languidecer el pudor que modera la sensualidad, a quebrantarse la fidelidad conyugal en medio de tamaña licencia, hasta el punto de que parece muy verosímil lo que se lee en algunos autores: que las mujeres introdujeron la costumbre de contarse los años no por los cambios de cónsules, sino de maridos.
 
Los protestantes, de igual modo, dictaron al principio leyes autorizando el divorcio en determinadas causas, pocas desde luego; pero ésas, por afinidad entre cosas semejantes, es sabido que se multiplicaron tanto entre alemanes, americanos y otros, que los hombres sensatos pensaran en que había de lamentarse grandemente la inmensa depravación moral y la intolerable torpeza de las leyes.

Y no ocurrió de otra manera en las naciones católicas, en las que, si alguna vez se dio lugar al divorcio, la muchedumbre de los males que se siguió dejó pequeños los cálculos de los gobernantes. Pues fue crimen de muchos inventar todo género de malicias y de engaños y recurrir a la crueldad, a las injurias y al adulterio al objeto de alegar motivos con que disolver impunemente el vínculo conyugal, de que ya se habían hastiado, y esto con tan grave daño de la honestidad pública, que públicamente se llegara a estimar de urgente necesidad entregarse cuanto antes a la enmienda de tales leyes.

¿Y quién podrá dudar de que los resultados de las leyes protectoras del divorcio habrían de ser igualmente lamentables y calamitosas si llegaran a establecerse en nuestros días? No se halla ciertamente en los proyectos ni en los decretos de los hombres una potestad tan grande como para llegar a cambiar la índole ni la estructura natural de las cosas; por ello interpretan muy desatinadamente el bienestar público quienes creen que puede trastocarse impunemente la verdadera estructura del matrimonio y, prescindiendo de toda santidad, tanto de la religión cuanto del sacramento, parecen querer rehacer y reformar el matrimonio con mayor torpeza todavía que fue costumbre en las mismas instituciones paganas. Por ello, si no cambian estas maneras de pensar, tanto las familias cuanto la sociedad humana vivirán en constante temor de verse arrastradas lamentablemente a ese peligro y ruina universal, que desde hace ya tiempo vienen proponiendo las criminales hordas de socialistas y comunistas. En esto puede verse cuán equivocado y absurdo sea esperar el bienestar público del divorcio, que, todo lo contrario, arrastra a la sociedad a una ruina segura”.
 

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